Nuestros antepasados vivieron
al aire libre. Estaban tan familiarizados con el cielo nocturno como la mayoría
de nosotros lo estamos con nuestro programa favorito de televisión. El Sol, la
Luna, las estrellas y los planetas salían todos ellos por el este y se ponían
por el oeste, atravesando el cielo sobre sus cabezas en el ínterin. El
movimiento de los cuerpos celestes no era para ellos un mero entretenimiento
que les provocara una reverencial inclinación de cabeza o una exclamación de
admiración; era el único modo de saber la hora del día y las estaciones del
año. Tanto para cazadores y forrajeadores como para la gente que vivía de la
agricultura, el conocimiento del cielo era cuestión de vida o muerte.
[…]
El famoso libro de Copérnico
se publicó primero con una introducción del teólogo Andrew Ossiander, incluida
sin el conocimiento del astrónomo agonizante. La bienintencionada tentativa de
Ossiander de reconciliar la religión y la astronomía copernicana terminaba con
las palabras siguientes: “Que nadie espere certezas de la astronomía, pues la astronomía
no puede ofrecernos ninguna certeza, que no sea que si alguien asume como
verdad lo que ha sido construido para otros usos, acabe saliendo de esa
disciplina más loco que cuando acudió a ella.”
[…]
El filósofo griego del siglo
VI a. C. Jenófanes comprendió la arrogancia de esta perspectiva (sobre la
noción del humano que alcanza su culminación en la idea de que fuimos creados a
imagen y semejanza de dios):
Los etíopes plasman a sus dioses negros y de nariz respingona; los tracianos dicen de los suyos que tienen los ojos azules y el pelo rojo… Sí, y si los bueyes, caballos o leones tuvieran manos y pudieran pintar con ellas, y producir obras de arte como los hombres, los caballos pintarían a sus dioses con forma de caballo, los bueyes con forma de buey…
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