lunes, 28 de mayo de 2012

ABERRACIONES DE LA LUZ


Nuestros antepasados vivieron al aire libre. Estaban tan familiarizados con el cielo nocturno como la mayoría de nosotros lo estamos con nuestro programa favorito de televisión. El Sol, la Luna, las estrellas y los planetas salían todos ellos por el este y se ponían por el oeste, atravesando el cielo sobre sus cabezas en el ínterin. El movimiento de los cuerpos celestes no era para ellos un mero entretenimiento que les provocara una reverencial inclinación de cabeza o una exclamación de admiración; era el único modo de saber la hora del día y las estaciones del año. Tanto para cazadores y forrajeadores como para la gente que vivía de la agricultura, el conocimiento del cielo era cuestión de vida o muerte.

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El famoso libro de Copérnico se publicó primero con una introducción del teólogo Andrew Ossiander, incluida sin el conocimiento del astrónomo agonizante. La bienintencionada tentativa de Ossiander de reconciliar la religión y la astronomía copernicana terminaba con las palabras siguientes: “Que nadie espere certezas de la astronomía, pues la astronomía no puede ofrecernos ninguna certeza, que no sea que si alguien asume como verdad lo que ha sido construido para otros usos, acabe saliendo de esa disciplina más loco que cuando acudió a ella.”

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El filósofo griego del siglo VI a. C. Jenófanes comprendió la arrogancia de esta perspectiva (sobre la noción del humano que alcanza su culminación en la idea de que fuimos creados a imagen y semejanza de dios):

Los etíopes plasman a sus dioses negros y de nariz respingona; los tracianos dicen de los suyos que tienen los ojos azules y el pelo rojo… Sí, y si los bueyes, caballos o leones tuvieran manos y pudieran pintar con ellas, y producir obras de arte como los hombres, los caballos pintarían a sus dioses con forma de caballo, los bueyes con forma de buey…

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