Escribir
una novela es fundamentalmente un acto de impudor. Peinarse es también un acto
de impudor, sobre todo porque se hace tendiendo a disimular la cicatriz que
corre en el límite con el nacimiento del pelo. Pero peinarse es un acto de
pudor menor, mientras que escribir es grave. Es enmascarar la realidad, es
ocultar los miedos, reinventar las cosas que se dijeron, y sobre todo, a las
personas que las dijeron.
Hay una
cierta perversidad en escribir una novela, me digo. Es algo que no se puede
hacer con un peine de carey. Quizá sea por eso por lo que en las noches me
quitan la pluma estilográfica, no como ellos dicen para impedir que
accidentalmente me la clave en la garganta (¡Qué absurdo! Lo más que eso
produciría sería una ronquera permanente), sino para que no mate a alguien
revelando la oscuridad de sus miedos, sus secretas pesadillas, sus orgullos
malsanos, sus violaciones al honor, su falta de patria, de sentido común.
Impiden que los lleve al ridículo profundo, el de los granos en el culo y las
babeadas nocturnas.
Y desde
luego, me dejan el peine, porque piensan que nadie puede matarse usando un
peine de carey.
Por
cierto, lector, me gustaría tener un funeral con mariachis.
[…]
He perdido
cosas por el camino. Me he encontrado y perdido a mí mismo muchas veces. Podría
terminar así, en seco, de repente, a mitad de una frase, de una pala…
Escribo sin
esperanza la palabra maldita, la palabra mortal, la palabra interminable, la
palabra inicial: “Fin”.
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