Hay lugares, dentro y fuera de
nuestras grandes ciudades, donde el mundo natural casi ha desaparecido. En
ellos puede uno encontrar calles, callejuelas, coches, aparcamientos, vallas
anunciadoras, monumentos de cristal y acero, pero ni un solo árbol, brizna de
hierba o animal, aparte, claro está, de los seres humanos. Hay multitud de
seres humanos. Solamente cuando uno mira hacia arriba, a través de las
gargantas de rascacielos, puede vislumbrar una estrella o un pedacito de azul,
vestigios de lo que había mucho antes de que la humanidad iniciara su andadura.
Pero las deslumbrantes luces de las grandes ciudades hacen palidecer a las
estrellas, y a veces casi desaparece el pedacito azul, teñido de marrón por la
tecnología industrial.
No es difícil, trabajando cada día en un lugar
así, que quedemos impresionados de nosotros mismos. ¡Cómo hemos transformado la
Tierra para nuestro beneficio y conveniencia! Sin embargo, unos cuantos cientos
de kilómetros hacia arriba o hacia abajo no hay humanos. Aparte de una fina capa
de vida en la misma superficie de la Tierra, alguna intrépida astronave
ocasional y un cierto número de interferencias de radio, nuestro impacto en el
universo es cero. Nada sabe de nosotros.
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Estoy
tumbado en un prado y el cielo me rodea. Me siento subyugado por sus proporciones.
Es tan vasto y está tan lejos que hace palpable mi insignificancia. Pero no me
siento rechazado por él. Yo soy una parte del cielo, minúscula, claro está,
pero todo es minúsculo comparado con esa abrumadora inmensidad. Y cuando me
concentro en las estrellas, los planetas y sus movimientos me asalta una
irrefrenable sensación de organización, de mecanismos de relojería, de elegante
precisión funcionando a una escala que, con independencia de lo alto a que
apunten nuestras aspiraciones, nos hace pequeños y humildes.
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