En los días que precedieron a la llegada de su carta, mi pensamiento era
como un explorador perdido en un paisaje neblinoso: acá y allá, con gran
esfuerzo, lograba vislumbrar vagas siluetas de hombres y cosas, indecisos
perfiles de peligros y abismos. La llegada de la carta fue como la salida del
sol.
Pero este sol era un sol negro, un sol nocturno. No sé si se puede decir
esto, pero aunque no soy escritor y aunque no estoy seguro de mi precisión, no
retiraría la palabra nocturno; esta palabra era, quizá, la más apropiada para
María, entre todas las que forman nuestro imperfecto lenguaje.
[…]
¡Cómo esperé aquel momento, cómo caminé sin rumbo por las calles para
que el tiempo pasara más rápido! ¡Qué ternura sentía en mi alma, qué hermosos
me parecían el mundo, la tarde de verano, los chicos que jugaban en la vereda! Pienso
ahora hasta qué punto el amor enceguece y qué mágico poder de transformación
tiene. ¡La hermosura del mundo! ¡Si es para morirse de risa!
[…]
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