¿Para qué sufrir? El suicidio seduce por su facilidad de aniquilación:
en un segundo, todo este absurdo universo se derrumba como un gigantesco
simulacro, como si la solidez de sus rascacielos, de sus acorazados, de sus
tanques, de sus prisiones no fuera más que una fantasmagoría, sin más solidez que
los rascacielos, acorazados, tanques y prisiones de una pesadilla.
La vida aparece a la luz de este razonamiento como una larga pesadilla,
de la que sin embargo uno puede liberarse con la muerte, que sería, así, una
especie de despertar. ¿Pero despertar a qué? Esa irresolución de arrojarse a la
nada absoluta y eterna me ha detenido en todos los proyectos de suicidio. A
pesar de todo, el hombre tiene tanto apego a lo que existe, que prefiere
finalmente soportar su imperfección y el dolor que causa su fealdad, antes que
aniquilar la fantasmagoría con un acto de propia voluntad. Y suele resultar,
también, que cuando hemos llegado hasta ese borde de la desesperación que
precede al suicidio, por haber agotado el inventario de todo lo que es malo y
haber llegado al punto en que el males insuperable, cualquier elemento bueno,
por pequeño que sea, adquiere un desproporcionado valor, termina por hacerse
decisivo y nos aferramos a él como nos agarraríamos desesperadamente de
cualquier hierba ante el peligro de rodar en un abismo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario