Lo que sucedió luego lo recuerdo como una pesadilla. Luchando con la
tormenta, trepé hasta la planta alta por la reja de una ventana. Luego, caminé
por la terraza hasta encontrar una puerta. Entré a la galería interior y busqué
su dormitorio: la línea de luz debajo de su puerta me la señaló
inequívocamente. Temblando empuñé el cuchillo y abrí la puerta. Y cuando ella
me miró con ojos alucinados, yo estaba de pie, en el vano de la puerta. Me
acerqué a su cama y cuando estuve a su lado, me dijo tristemente:
—¿Qué vas a hacer, Juan Pablo?
Poniendo mi mano izquierda sobre sus cabellos, le respondí:
—Tengo que matarte, María. Me has dejado solo.
Entonces, llorando, le clavé el cuchillo en el pecho. Ella apretó las
mandíbulas y cerró los ojos y cuando yo saqué el cuchillo chorreante de sangre,
los abrió con esfuerzo y me miró con una mirada dolorosa y humilde. Un súbito
furor fortaleció mi alma y clavé muchas veces el cuchillo en su pecho y en su
vientre.
Después salí nuevamente a la terraza y descendí con un gran ímpetu, como
si el demonio ya estuviera para siempre en mi espíritu. Los relámpagos me
mostraron, por última vez, un paisaje que nos había sido común.
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