Bajaron lentamente, como quienes no tienen ningún apuro. "¿Apuro de
qué?", pensé con amargura. Y sin embargo, ella sabía que yo la necesitaba,
que esa tarde la había esperado, que habría sufrido horriblemente cada uno de
los minutos de inútil espera. Y sin embargo, ella sabía que en ese mismo momento en que gozaba en
calma yo estaría atormentado en un minucioso infierno de razonamientos, de imaginaciones.
¡Qué implacable, que fría, qué inmunda bestia puede haber agazapada en el
corazón de la mujer más frágil! Ella podía mirar el cielo tormentoso como lo
hacía en ese momento y caminar del brazo de él (¡del brazo de ese grotesco
individuo!), caminar lentamente del brazo de él por el parque, aspirar sensualmente
el olor de las flores, sentarse a su lado sobre la hierba; y no obstante, sabiendo
que en ese mismo instante yo, que la habría esperado en vano, que ya habría
hablado a su casa y sabido de su viaje a la estancia, estaría en un desierto negro,
atormentado por infinitos gusanos hambrientos, devorando anónimamente cada una
de mis vísceras.
[…] ¡Dios mío, no tengo fuerzas para decir qué sensación de infinita
soledad vació mi alma! Sentí como si el último barco que podía rescatarme de mi
isla desierta pasara a lo lejos sin advertir mis señales de desamparo. Mi
cuerpo se derrumbó lentamente, como si le hubiera llegado la hora de la vejez.